Relatos orales. Rescatando la historia de Huatulco: Tío Mino “Las fiestas de antes y la llegada de los Huatulqueños.”

Cuando creí que no daría con la casa de Tío Mino, después de haber caminado más de una vez sobre la avenida principal del pueblo y hacer un par de llamadas sin éxito, un buen samaritano se apiadó de mí. Ese día había decido no volver a casa hasta no tener la entrevista con él. Tanto me habían hablado de su historia que me juré no regresar hasta dar con su casa. Lo curioso es que ya había estado antes ahí, pero mi atinado sentido de orientación me hizo dar vueltas sobre la misma calle sin atreverme a seguir mis instintos. Llamé una, dos, tres veces, a diferentes personas, pero nadie respondió, creo que todos estaban en la misma reunión, ¡Ay, ajá! – mi sarcasmo sale a relucir. Mi aferrada terquedad hace deslizar mis dedos sobre el teléfono una vez más. Del otro lado una voz que no esperaba responde:

– ¡Hola, Erika! Doña Ary no te puede contestar, pero su secretario te toma el recado- Su evidente alegría por la pequeña broma me hizo reír sonoramente.

Después de un saludo cordial le cuento mi pequeña frustración. Sin necesidad de más explicación sale a mi encuentro y amablemente me dirige hasta la entrada de un corredor techado, claro, no sin antes gritar desde la entrada, ¡TÍO MINO! ¡TÍO MINO!  -A veces sale el perro- me dice en tono de advertencia, – y me ha pegado unos buenos sustos. Así que más vale prevenir.

 

 

 

 

 

Bajo el techo del corredor descansan pacientemente Don Mino y su esposa, ambos no esperaban mi visita, pero tan solo al ver de quien iba acompañada, su sonrisa se hizo notar. Ambos se fundieron un abrazo, me presentó rápidamente y se retiró.

Recostado sobre una concha tejida en amarillo y verde, y con el aire fresco de la noche, Tío Mino no se hace esperar a que tenga lista mi libreta ni mi grabadora, incluso antes que pudiera acomodarme sobre la silla, comienza a compartirme una las historias más fascinantes que he escuchado hasta ahora.

-Después de que Chona Manzano vendió las tierras del Arenal, desde la playa de Iztapa, hasta el lugar denominado Tecomatillo a los turcos, se desató un conflicto por la posesión de tierras. Los turcos empecinados con sus tractores y maquinaria avanzaban sobre lo que se pusiera enfrente. Pero no contaban que un hombre pasaría a la historia por defender el derecho de tierras de su gente, Ambrosio Ramírez, quien se ganó el título al primer jefe de Huatulco en los años treinta.

La misma gloria que lo llevó a ser nombrado jefe, le trajo muchos enemigos, un día de buenas a primeras juró con su primo Pancho Vásquez (quien en ese entonces era jefe de Coyula) que, de morir en manos de terceros, vengarían la muerte del otro. Quizás ya presentía que sus días estaban contados.

Al tiempo, le hicieron saber que se habían robado las arcas de dinero donde se depositaban las limosnas a la virgen de la Concepción, Ambrosio, no titubeó en exclamar que colgaría al presidente a media plaza. Pronunciamiento que más tarde le costaría la vida. En memoria del juramento hecho a su primo, Pancho Vásquez intentó saldar su muerte, pero ésta le encontró primero.

Sin jefe en el Arenal y Coyula, el pueblo no tenía a quién pedirle consentimiento en las decisiones importantes, y era menester hacerlo, nombrándose así, a Benigno González Palafox, (ranchero nacido en esas tierras), a partir aquí se escribiría otra parte de la historia no muy grata, pero necesaria de contarse.

Y, para situarnos en esta parte de la historia, tenemos que recordar a quienes pusieron de por medio su vida para defender el honor de su pueblo y su gente; los jefes de Huatulco fueron: Aurelio Salinas, Benigno González, Adrián Salinas y Pedro Herrera, por su parte Pochutla lo encabezaban: Pedro Díaz, Juventino López y Chano Díaz.

Las codiciadas tierras de Coyula se convirtieron en campos de batalla. Por sus laderas se derramó sangre inocente, sus ríos y playas fueron testigos presenciales de encuentros furtivos a media noche. Los lugareños huyeron entre montes y veredas, trotaron cerro abajo con el pesar sobre sus hombros a la tierra más cerca, el Arenal. Las familias se dividieron, los hombres llevaron a sus mujeres y niños a crear nuevos asentamientos, y ellos, con carrillera sobre el pecho, vigilaban sigilosamente los movimientos del contrario.

Este ir y venir comenzó en los años cincuenta y llegó a su fin en el cincuenta y cinco con la muerte de Aurelio Salinas, y más tarde, cobrando venganza con la vida de Pedro Díaz en su natal Pochutla. Para ese entonces, yo tendría doce años, mi padre Cayetano Martínez Pérez vivía en el Arenal, él llegó a darle posada a quienes huyeron de Coyula, yo solo hacía los mandados, pero me acuerdo de todo. No había otro tema de conversación en el pueblo que no tuviera que ver con el pleito entre los Huatulco y Coyula.

Cuando la aparente calma había llegado, y después de tenderse lazos de hermanamiento, otro conflicto se desarrolló, el raterismo; lo cierto es que no podemos echarle la culpa a nadie más, el mismo pueblo se robó entre sí; ganado, caballos, mulas, yeguas. Y sí, si recuerdo quien era, su nombre fue, Crescencio Escobar, él robaba con otras gentes. Él era un hombre bueno, no se metía con nadie, lo hicieron ratero las mismas autoridades, porque le dieron amplitud de que hiciera lo que quisiera y quien en ese entonces era presidente Municipal de Huatulco, Esteban Canseco.

Pero la historia de los bajos no termina ahí, muy a pesar que Benigno González figuró como uno de los que iban al frente por Huatulco en la defensa de sus tierras, la gente de Coyula y Huatulco se unieron para derrocarlo. No lo querían, así nomás. Los mismos que hicieron el negocio con Ambrocio, quisieron hacerlo con este señor. La política estaba de por medio en este asunto, el propio presidente municipal tuvo la culpa porque lo permitió, les decía: -Tu haz lo que tú quieras-. Con todo y eso, no lo mataron, no pudieron con Benigno González, no de esa forma. –

La noche se percibe más densa, a nuestro alrededor casi todo es penumbra, un delicado hilo de luz que provee el farol de la calle alumbra la entrada de la casa de Tío Mino, miro de reojo sobre mis hombros y caigo en cuenta que el tiempo ha pasado sin notarlo. La plática es tan amena que no noté el transcurrir de las horas. Su esposa, Doña Josefina me observa detenidamente y entrecerrando los ojos recuerda que me ha visto antes, -Tú venías con… -y sin dejarle termina la frase, asiento con la cabeza -ah, ¡claro!, ¡sí!, tu cara no se me puede olvidar, pero, ¿venías de pantalón, cierto? – lo acentúa porque mi vestido de flores que elegí para ese día la había hecho dudar por un segundo si era la misma persona que estuvo en su casa en una visita anterior. Yo no olvido una cara fácilmente, menos la tuya. – termina por afirmar. No me queda más que sonreírle, aunque por dentro pienso: – ¿A qué se habrá referido con <<menos la tuya>>? Dejémoslo así, creo que prefiero no saber.

De esta manera Doña Josefina ha atraído mi atención y se ha colado en nuestra conversación. La noto visiblemente emocionada, y no es para menos, lo que agregará a la narración es tan digno de escucharse como de leerse que vuelvo a centrar toda mi atención en ellos y me pierdo en el tiempo.

La fiesta del 8 de diciembre, la patrona del pueblo, la virgen de la concepción.

-En esos tiempos el presidente municipal enviaba un oficio a los rancheros del pueblo que especificaba que les tocaba poner una vaca para la fiesta, y ellos no se negaban. Era la costumbre.

Ernesto García y Juan Altamirano, de oficio carniceros, se encargaban primero de despedazar el animal, luego lo cocinaban mientras las mujeres preparan tepache y pulque, y por supuesto, el chínguere ¿Chínguere? – pregunté extrañada –Sí, no podía faltar, – ¿Quieres saber cómo se preparaba?, te voy a contar, – le ponían: caña, plátano verde y alcohol. La caña la machacaban bien, después se fermentaba, y por último se hervía.  El agua de sandía, jamaica o la fruta de la temporada también eran parte de la festividad. Llegada la hora de la comida, a cada uno de le daban su jícara de morro y un plato de carne que se servía en platos de barros que nos traían de Miahuatlán, Ejutla y Ocotlán, y la mejor parte es que todo era regalado.

Continuará…

 

Texto: Erika Greco

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